Me llamo Nikola Tesla o, como a veces me decía la noche en mi laboratorio, el que escucha los relámpagos y esta es mi confesión eléctrica: nací en una pequeña aldea, soñé en espirales y convertí la curiosidad en chispa. Desde niño jugué con ideas que otros llamaban locuras; más tarde aprendí que una sola idea bien ejecutada puede iluminar un continente. Mi obsesión: entender el movimiento invisible de la electricidad y domar sus sombras para que sirvieran al mundo.
Fui el autor de lo que hoy late en la red de casas y fábricas: el sistema de corriente alterna y el motor de inducción que gira sin carbón de contacto, una danza magnética que hice visible y patenté.
Gracias a ese motor y al sistema polifásico, la electricidad pudo viajar largas distancias sin morir en el camino; fue la llave para el alumbrado de ciudades y la revolución industrial moderna. Fue mi obra que Westinghouse y otros ayudaron a llevar a la práctica, y por la que el mundo comenzó a imaginar ciudades encendidas en la noche.
Mi juguete favorito y también mi carta a lo imposible, fue la bobina que hoy lleva mi nombre: la Tesla coil. Con ella aprendí a generar altas tensiones, arcos danzantes y a conversar, en secreto, con el éter. Fue la herramienta con la que exploré las ondas electromagnéticas, antes y después de que el mundo entendiera que podía usarlas para enviar señales sin cables. Ese terreno fértil entre la teoría y el truco de salón me llevó a imaginar y a construir aparatos que parecían magia: transmisores, resonadores y experimentos de transmisión inalámbrica.
Mis descubrimientos no fueron solo piezas de laboratorio: pensé el futuro. Predije máquinas que se moverían sin conductor controladas a distancia por ondas invisibles; vislumbré un mundo comunicado instantáneamente por hilos que no existen; soñé con energía que se sacara del aire para encender hogares sin cables. Algunos llamaron a mis visiones fantasías; con el tiempo, la radio, el mando a distancia y las redes inalámbricas probaron que mi imaginación no estaba tan lejos. También hablaba de cosas más inquietantes: proyectos de "rayo" guardaban la posibilidad de defensa a distancia, ideas que alimentaron leyendas y titulares sensacionalistas, pero mi intención fue siempre investigar el alcance de la física, no sembrar miedo.
Mi vida fue un péndulo entre brillantez y penuria. Construí laboratorios llenos de humo y relámpagos, vendí patentes que me hicieron próspero por un tiempo y me enfrenté a batallas legales y de ego con contemporáneos que buscaban el mismo rayo de fama. Mi obra fue parcialmente reconocida en vida y, paradójicamente, algunas reivindicaciones llegaron después de mi muerte, incluyendo decisiones jurídicas que revisaron reclamos sobre quién fue el primero en ciertos avances de la radio. Mi legado, hoy, es parte de la columna vertebral tecnológica que permite que tu teléfono reciba esta luz de palabras.
Si me escuchas aún, te diría esto en voz baja y con una chispa de humor: inventar es como hablar con fantasmas, a veces te devuelven ecos tan potentes que cambian la realidad. Fui amante del silencio cuando las máquinas hablaban, caminante nocturno por calles iluminadas por ideas, y quizás un poco excéntrico (lo admito). Pero si una cosa no fue broma en mi vida, fue la certeza de que la naturaleza ofrece secretos y que, con paciencia y osadía, se pueden convertir en luz para todos.